Les dejo un cuentito para que se entretengan leyendo este domingo
CUCHILLERO.
Cuando cobrábamos el mensual me iba de putas a Jujuy, a un barrio que ahora es elegante, pero que antes servía para esas cosas.
Caía en un lugar llamado “La Última Vela”: un bar donde había mujeres. Eran bastante fuleronas, pero baratas, y cuando uno es chango busca más la cantidad que la calidad.
Una noche estaba con una que le decían La Porteña sentada sobre las rodillas, cuando llegó un tal Abelardo, que resultó ser el macho de ella. El tipo venía bastante chupado y con ganas de armar bronca, así que enseguida se me vino encima, insultándome y empujándome. Yo me quise rajar, porque no era de andar peleando, pero me cortó el paso y sacó un facón.
Antes que pudiera darme cuenta, alguien me puso un cuchillo en una mano y en la otra un vaso de un singani que hacía el dueño del lugar y que era capaz de resucitar a Lázaro en menos tiempo del que lo hizo Jesús.
- Yo no quiero pelear…
- Si no peleas, igual te va a achurar: peleando, por lo menos en una de esas la contás.
Me tomé de un trago el singani, que me quemó hasta las tripas y lo enfrenté. El tipo era cuchillero, pero ya tenía sus años y estaba bastante gastado por la Vida; yo era joven y tenía buenos reflejos, porque en el campo los necesitás para enlazar una ternera o escapar a la cornada de un toro mañero.
Tiró un par de puntazos, pero los esquivé fácil, ya que la chupa lo hacía torpe. Soy zurdo y había agarrado el cuchillo con la derecha, así que con un movimiento rápido lo cambié de mano: eso lo distrajo y se descuidó, entonces manotié para adelante y le di en el hígado. Cuando trató de agarrarse la herida, crucé el facazo y le di en el corazón o cerca del corazón.
Haber ganado esa pelea fue lo peor que me pudo pasar: verlo así, pataleando, los ojos desorbitados, jadeando, sabiendo que se moría, llenando el piso de sangre, me hizo sentir poderoso, muy poderoso... Era como Dios: podía matar a quien se me antoje.
Le tomé el gusto y empecé a andar por los bailes y piringundines buscando pelea. Jodía, jodía y jodía, hasta que alguno se cansaba y me enfrentaba. Había difunteado unos cinco más después del Abelardo cuando me enamoré de Rosalía, pero ella no quería saber nada con un tipo como yo.
Un día, el Flaco Pereyra (buena persona, El Flaco…) me dijo: “Dejate de joder: no podés perder esa mujer por andar tonteando de machito con el cuchillo”. Entonces fue que dejé las vacas y el cuchillo y me vine para el pueblo. Lo único que sabía hacer era pialar, castrar y marcar, pero igual Don Camacho me dio trabajo (otra buena persona, Don Camacho…). Muchas veces me quedaba sólo atendiendo, porque él iba a Jujuy a buscar mercadería, así que fui aprendiendo el oficio hasta que junté unos pesos, me vine para acá y abrí mi propia tienda.
Y acá estoy: casi cuarenta años atrás del mostrador, abriendo a las ocho para vender el mapa que se olvidó de comprar algún escuelino, y que si no lo lleva la maestra lo reta… acá estoy: trayendo la pantufla que necesita Doña Guillermina, que tiene la pata más grande que la cara de una mula y usa número especial… acá estoy: tratando de conseguir el perfume que busca alguna chinita querendona para seguir enamorando a su novio…
No me quejo, porque tuve y tengo una buena vida. Nunca pasé miseria, soy feliz con Rosalía, uno de mis hijos es doctor y el otro Comandante en Gendarmería, todo el pueblo me aprecia… pero le juro, por Rosalía y por mis hijos, se lo juro: algunas veces extraño esos momentos, sentir la boca seca, la ansiedad de saber que podés estar viviendo el último segundo y, sobre todo, saber también que no hay presidente ni ministro de economía que pueda influir en tu vida, que sos vos, sólo vos, a lo macho, el dueño de tu destino… lo extraño, se lo juro que lo extraño.
PD: Don Camacho y El Flaco Pereyra (+) son personajes reales, pero la historia es totalmente ficticia: lo único que tiene de cierto es que ambos merecen el calificativo de “buena persona”.
Un abrazo.
